miércoles, 12 de marzo de 2008

Pasado sin morir, futuro sin nacer

Pasado sin morir, futuro sin nacer

Por Héctor Ghiretti Profesor Universitario

El autor cree que cuando se echa algún funcionario por alguna denuncia no fundada en derecho, no se juzgan personas sino instituciones.
Por Héctor Ghiretti Profesor Universitario

Una pregunta que han debido responder repetidamente los historiadores es cómo no se hizo en su momento lo necesario para evitar la barbarie monstruosa del stalinismo o del nazismo. La respuesta puede sonar simplista y difícil de aceptar: no es igual la perspectiva del historiador o del mero espectador que la del actor o del contemporáneo.

Éstos no conocían las consecuencias finales de lo que se estaba gestando. No tenían la ventaja de la distancia cronológica. Salvando las distancias, con nuestro pasado reciente sucede algo parecido. ¿Por qué hubo terrorismo de Estado? El fenómeno resulta incomprensible si no se tienen en cuenta sus causas, sus circunstancias históricas: la sociedad argentina se vio enfrentada, en un momento difícil de su historia, a una amenaza ante la que no tuvo respuestas ni pudo arbitrar mecanismos de defensa en el marco de la ley.

Para muchos analistas y actores políticos de la década del '60, el terrorismo revolucionario, la guerrilla urbana y rural formaban parte de un plan de dominación mundial, con ramificaciones en la educación, la economía, la cultura, la religión. El objetivo de este plan mundial era la implantación de un sistema totalitario y colectivista, de matriz soviética. Sólo después de mucho tiempo se vio que ese plan no tenía ni la cohesión ni la potencialidad que se atribuyó en su momento. Pero esta perspectiva sólo pudo adoptarse con la ventaja de los años y de la manifestación de los cambios en curso.

Ante esta amenaza inédita, muchos países no encontraron entre sus instituciones y tradiciones las formas más adecuadas de responder y contrarrestarla. Después, otros que tuvieron que enfrentarse a desafíos similares, pudieron aprender de la experiencia que se ganó tristemente aquí. La Argentina no tuvo esa suerte. Al terrorismo revolucionario, operando a escala continental, que empleaba una praxis violenta constituida por el asesinato, el atentado y el secuestro, se respondió con medios similares, respondiendo golpe por golpe. En tanto las organizaciones revolucionarias reclamaban responsabilidades políticas y sociales, cometieron una explícita violación de los derechos humanos. Sus responsabilidades en la custodia de esos derechos fueron menores que los poderes públicos -el terrorismo de Estado es un delito peor que el revolucionario- pero no por ello sus crímenes dejan de ser gravísimos y merecen ser castigados.

Quizá tenga que pasar mucho tiempo para que los argentinos podamos comprender sine ira et studio lo que significó la cruenta lucha civil que tuvo lugar en el país durante esos años. Es una época compleja, llena de hechos de difícil interpretación y valoración, en la que toda resolución maniquea -los buenos aquí, los malos allá- le hace violencia a la realidad histórica y a la verdad.

Sólo si podemos ir dando paso a la perspectiva del espectador y el historiador, y paralelamente dejamos atrás la del actor y el contemporáneo, podremos avanzar hacia la reconciliación y la superación de los antiguos conflictos. Por más que algunos no lo comprendan o se resistan a aceptarlo, las sociedades sólo pueden sobrevivir si en la memoria se conserva lo que une y el olvido se lleva lo que divide.

Es claro que esta transición no tendrá lugar si se precipita un cierre “en falso” apresurando los tiempos necesarios para la cicatrización de las heridas -aunque es evidente que debe existir una voluntad en el poder político y en la sociedad de que estos tiempos vayan cumpliéndose- ni si bajo el procesamiento y condena a los culpables se oculta el ajuste de cuentas o la revancha entre las antiguas facciones en pugna.

El hecho de que la Corte Suprema haya declarado que los delitos de terrorismo de Estado son de lesa humanidad y los del terrorismo revolucionario no (contra el criterio unánime de la jurisprudencia internacional), haciendo que unos prescriban y otros no, lleva a pensar que no es precisamente la justicia el principio que ha determinado su juicio.

La transición es responsabilidad de toda la sociedad. Un avance importantísimo sería evitar la criminalización automática de quienes habiendo sido parte de las Fuerzas Armadas o los organismos de Seguridad durante la represión, no tienen delitos probados contra los derechos humanos. En la discusión en torno a la designación del comisario Rico parece haberse olvidado por completo el principio jurídico elemental de inocencia, fundamento en sí mismo de los derechos humanos: ni la pura sospecha ni la acusación bastan para condenar a nadie.

Es imprescindible hacer distinciones muy cuidadosas. A saber: si existen indicios ciertos que Rico participó de forma directa no ya en operaciones de lucha antisubversiva (no todas las actividades de seguridad y defensa constituyen delitos de lesa humanidad), sino de violación de los derechos humanos; y también si las acusaciones que se han vertido contra él son razonables o sustentables. Si no fuese así, lo que se está condenando no son personas, sino instituciones.

Respecto de estas determinaciones no soy demasiado optimista sobre lo que sucederá. Aún si no se pudieran reunir pruebas suficientes para hacer la acusación en firme -incluso si Rico demostrara su inocencia- creo que su destino como funcionario está sellado, tanto por la presión mediática, los posibles imperativos del gobierno nacional, como por las comprensibles tensiones de tipo personal, familiar y social. Y sin embargo, estas delicadas distinciones que es preciso realizar -para acabar con la confusión entre justos y culpables, con los juicios sumarísimos y los “tribunales populares”, con las ejecuciones de opositores o disidentes- son decisivas para probarnos que somos capaces de superar el conflicto que nos dividió como pueblo.

Si no lo consiguiéramos, sólo querría decir que no hemos avanzado, o peor aún, que hemos dado un paso atrás, cometiendo otra injusticia. La lucha -para mal del país- continúa.
La transición obliga a plantear una cuestión derivada. Con independencia de la responsabilidad penal, parece necesario preguntarse si el camino hacia la concordia no sería directamente beneficiada por una inhabilitación para la función pública específica tanto de quienes formaron parte de un aparato represivo, terrorista y contrario a los derechos humanos, como de los que se enfrentaron con terror y violencia al Estado y sus instituciones vigentes, cometiendo igualmente delitos de lesa humanidad.

El problema no es sencillo y en consecuencia no permite la formulación de respuestas simplistas. Quizá la discusión actual sería más fecunda si se diera en estos términos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Rescatar la necesidad de que se juzgue al terrorismo asesino como delitos de lesa humanidad, es ya un "clasico" de la justicia mundial, salvo en Argentina por supuesto; pero hacerse eco de la expresión Terrorismo de Estado, tal como la ha acuñado la izquierda en este país, es pasar por alto muchas cosas.
Los abusos de la represión militar, que con mandato político y consenso social actuaron en los 60/70 , deben ser analizados dentro de una adecuada contextualización de circunstrancias y hechos, que hasta ahora no se ha hecho.
Mi síntesis en esto, se juzga y analiza con el Código Civil en la mano, ( aplicable a una sociedad civil con un Estado de derecho funcionando y en tiempos de paz) hechos de guerra, y esto distorsiona cualquier perspectiva, hace hablar estupideces a jueces locales y extranjeros, y ni que hablar si le adosamos la cuota de mediatización ideológica y la presión de un gobierno decididamente enrolado a favor de la guerrilla.

Para mí, esto es lo que hay que poner sobre el tapete cuando se toca este tema si queremos avanzar.